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El señor Watanabe y Miguel de Unamuno

En la película Vivir (1952; 生きるIkiru), el director japonés Akira Kurosawa nos muestra a un aburrido burócrata japonés, al que diagnostican un cáncer de estómago en fase terminal. En esta entrada veremos qué puede enseñar el señor Kenji Watanabe a don Miguel de Unamuno

Watanabe se da cuenta de que ha malgastado una buena parte de su vida con su trabajo, y ante la inmediatez de la muerte, se abre ante él un intenso dilema existencial: Si supiéramos la fecha de nuestra muerte, ¿qué haríamos con lo que nos queda de vida? Es más: ¿Y si en el corazón de esa persona no existieran recuerdos ni de amor o ni de belleza? ¿Cómo podemos enfrentarnos a la muerte desde la más absoluta soledad?

Watanabe reconoce ante un desconocido en una taberna que no se quiere morir. Él sabe que debería morir sin más, pero… no puede. No puede morir así, debe hacer algo, pero ¿qué? Porque seguramente ya es tarde.

Nuestro protagonista (Kenji Watanabe) quedó viudo joven con un hijo pequeño a su cargo. Dedicó su vida al cuidado de éste y a su trabajo. Como jefe de la sección de ciudadanos de su Ayuntamiento, ve con indiferencia cómo estos son enviados de una sección a otra sin encontrar ninguna solución a sus necesidades. Watanabe solo está matando el tiempo.

Unas mujeres reclaman el saneamiento de unas tierras con aguas estancadas que están haciendo enfermar a sus hijos. Consideran que este terreno insalubre podría arreglarse y convertirse en un parque infantil. Pero Watanabe se quita el problema de en medio, como ha hecho siempre, enviando a las mujeres a otra sección. Pero este matar el tiempo tiene un precio, su vida está pasando de largo, en realidad, ya casi no está vivo. De hecho, murió hace muchos años. En su trabajo se muestra ajetreado, muy ajetreado, pero en realidad, no está haciendo nada. Porque en su mundo, el no hacer nada es la mejor manera de mantenerse en el puesto. Pero, ¿es esto bueno?

Cuando Watanabe recibe la noticia adopta una actitud hikikomori (aislamiento social, retraimiento emocional) en la que ya ha estado inmerso desde la muerte de su mujer. Su hijo ni le quiere ni le respeta, ¿qué puede hacer más que esperar su propia muerte?

Pero siempre hay algo que hacer en nuestra vida por muy adversas que sean las circunstancias o por muy cerca que se encuentre su final (el final de la vida siempre está cerca, queramos verlo o no).

Desesperado, deja de acudir a su trabajo y sale a la calle. Ensaya nuevas formas de enfrentarse al horror de su muerte. Un desconocido que encuentra en una tabernale aconseja que se olvide de la “filosofía antigua”. Según este personaje, que tan bien encaja con el pensamiento moderno, es voluntad de Dios que sintamos lujuria por la vida porque, según él, la lujuria es buena si permite disfrutar de la vida.

Comienza así su tránsito por la vida nocturna (bares, salas de fiestas, mujeres, etc.), pero este distraimiento no funciona para siempre. Su vacío, su pena, su desesperación acaban apareciendo de nuevo, algo que incomoda al resto de acompañantes, porque no están ahí para oír según qué verdades, sino para “distraerse”.

Más tarde, Watanabe se siente atraído por la vitalidad de una joven excompañera de trabajo. La joven comparte algunas actividades con el anciano de buen grado, pero enseguida se siente hastiada de alguien que parece “una momia”. Watanabe le confiesa que siente envidia de su vitalidad. Le pide que le enseñe a vivir como ella, pero la joven le contesta que ella no sabe cómo se consigue, ella solo come y trabaja, nada más: la vitalidad viene y se va, no depende ellos.

La joven también le confiesa que su trabajo le hace feliz, porque hace juguetes para los niños de Japón. ¿Por qué no se propone hacer algo por los demás? El anciano le responde: ¿Qué puede hacer él desde una aburrida oficina? Puede que sea demasiado tarde, ¿o no? Luego volveremos sobre esta historia.

(Pulse sobre la imagen para ver el vídeo)

El Sentimiento Trágico de la Vida de Unamuno

El problema de nuestra existencia y de la finitud de la vida ha sido un tema recurrente a lo largo de toda la historia de la Filosofía. Miguel de Unamuno, en su obra Del Sentimiento Trágico de la Vida (1912) también se preguntaba sobre la vida y la muerte, desde la desesperación de un hombre del siglo XX inscrito en un existencialismo cristiano, que no cree que haya nada más allá de la vida. Unamuno consideraba que, a lo sumo quedará parte de nuestra identidad (recuerdos en los demás, nuestras obras, etc.).

Unamuno afirmaba que, si el hombre es un fin y no un medio, ¿qué sentido hay en que nos sacrifiquemos por los demás? ¿Y en que otras generaciones recojan el fruto de las siguientes? Al fin y al cabo, no somos nosotros los que vamos a recoger los frutos. Es éste, para Unamuno “un sacrificio estéril del que nadie se aprovecha”. Llega a decir “no me da la gana de morirme”. Porque, para este autor, “solo los débiles se resignan a la muerte final”.  

El sentido de la vida y de la muerte en Iván Ilich

Dejamos a Unamuno deseando reconciliar su pensamiento racionalista con la idea de Dios, y algo desesperado al no verlo posible, para centrarnos ahora en Iván Ilich, personaje de Lev Tolstoi que, tras una vida vacía, al igual que los dos personajes anteriores (Unamuno real, Watanabe e Ilich de ficción) se encuentra ante el abismo de la muerte.

Ilich se decía a sí mismo que no es posible que él también estuviera destinado morir, porque sería demasiado horrible. Ilich era además un hombre desengañado de la vida. No amaba ni a su mujer ni a su hija. Por eso, “lloraba por su impotencia, por su espantosa soledad, por la crueldad de los hombres, por la crueldad de Dios, por la ausencia de Dios”. Porque los hombres necesitan a Dios, ya sea para establecer una relación próxima a Él (principio de caridad o de amistad con Dios), para negarlo (como hacen los ateos) o simplemente para enfadarse con Él (como hacen muchas personas al enfrentarse al problema de la muerte o del mal en el mundo).

Pero, ante una vida que parece absurda y repugnante, “¿cabe la posibilidad de que [Ilich] no haya vivido como debería haberlo hecho?”. Al inicio de su vida hubo luz, pero con el paso de los años todo se hizo oscuro y el tiempo empezó a pasar muy deprisa. Esto comportó que a sus sufrimientos físicos se sumara un sufrimiento moral. Porque, como dice Manuel Acuña (obispo luterano y exorcista), “el campo de batalla del diablo es la mente”.     

Los días pasaban y las dudas de Ilich no desaparecían, ¿se quedarían finalmente sin resolver? Porque Iván Ilich, como magistrado, sabía que había que hacer lo correcto, pero ¿en qué consistía eso? De aquí pasó a considerar que lo que hay que hacer es actuar, y ese actuar consistía en dejar de tener pena de sí mismo y en empezar a tener pena por los demás. De olvidarse de su sufrimiento e intentar que los demás no sufrieran. Una vez que, él mismo no fue el centro de su existencia, el dolor desapareció. “En su lugar había surgido una luz”, fue un momento, pero este cambió lo significó todo. Ya no hubo más muerte, su sufrimiento había terminado.

Iván Ilich hizo un gran cambio en su interior que le permitió acabar de vivir y morir en paz. Dejó de odiar a los demás, su egoísmo dejó paso a un interés genuino y verdadero por los otros. Llegó, sin embargo, demasiado tarde para que su cambio se manifestara en el mundo exterior. Algo que, como veremos, pudo realizar con éxito el señor Watanabe.

Volviendo al señor Watanabe

Como comentábamos, este funcionario trabajaba en una aburrida oficina en la que se dedicaba a “pasar el tiempo”. Ante su ausencia, los compañeros de trabajo solamente esperaban la llegada de su carta de dimisión. Pero Watanabe, ante la sorpresa de todos, llegó un día en que nadie lo esperaba a la oficina. Empezó a ordenar a sus subordinados que agilizaran los procesos que llevaban tiempo estancados. Ellos le replicaron que esto sería “prácticamente imposible”, a lo que Watanabe respondió que “no, si uno está realmente dispuesto a ello”.

Watanabe murió, pero no sin antes dejar terminado el parque que las mujeres de su distrito llevaban tiempo reclamando para sus hijos. Ante el desprecio, los desplantes y los malos modos de sus superiores, Watanabe no perdió su actitud humilde y serena. Uno de sus subordinados le preguntó si no sentía ira al recibir este trato, a lo que Watanabe respondió “no puedo odiar a la gente, no me queda tiempo”. Por primera vez después de 30 años, Watanabe fue capaz de admirar la belleza de una puesta de sol. Como dijo uno de los asistentes a su entierro “si no puede entenderse el empeño del señor Watanabe […] este mundo es realmente oscuro”.     

Conclusión

Aquí es donde radica, en mi opinión, la diferencia entre Watanabe y Unamuno. Para el filósofo español, ¿qué sentido tiene hacer algo por los demás si, al fin y al cabo, nos vamos a morir y no seremos nosotros los beneficiados? Iván Ilich se dio cuenta de que para que la vida y la muerte cobraran sentido, era necesario salir de sí mismo, e ir al encuentro de los demás. Ilich no tuvo tiempo de hacer más, pero murió en paz. Watanabe no solamente se dio cuenta de ello, sino que, además, lo hizo.

Lo que, desde mi punto de vista, sería cuestionable de Unamuno, y que además es característico de gran parte del pensamiento occidental moderno, es que lo que importa es mi yo. Lo demás es secundario. En un mundo así, la idea de Dios tampoco tiene cabida, por eso, ni Unamuno ni Ilich saben muy bien dónde situar a un Ser Creador. Aquí es donde Watanabe nos demuestra que debemos salvar al otro para salvarnos nosotros. Cuando el dolor del otro desaparece, desaparece mi dolor. Somos seres relacionales y en la apertura transcendental, si se quiere, en la comunión con los demás, es en el único sitio donde puede cobrar sentido nuestra existencia.

En un mundo en el que predomina la idea de dominación (un sexo domina al otro, los padres dominan a los hijos o al revés, los empresarios dominan a los trabajadores, los seres humanos de determinado color de piel dominan a los de otra), se hace más necesario que nunca una cultura del don.

Para ello, deberíamos no centrarnos únicamente en reivindicar más y más derechos (aunque sean muy legítimos) y empezar a dar cabida en nuestras vidas al otro, al “¿qué puedo hacer por ti?”, al “¿en qué te puedo ayudar?”. Ayudando a los demás, nos ayudaremos a nosotros mismos y tanto nuestra vida como nuestra muerte cobrarán un sentido nuevo, que solamente algunos privilegiados saben encontrar.    

Invitación al debate

En la película se ve al señor Watanabe postrado ante un altar butsudan (que contiene o protege símbolos budistas y se encuentra en templos y en hogares de practicantes de esta religión). De manera externa, podemos deducir que Watanabe es budista, pero ¿su comportamiento al final de su vida lo es?

Es decir, cuando se enfrenta a su problema existencial final (su propia muerte), ¿lo hace como un budista o se ve en dicho relato una influencia directa de otras religiones (sintoísmo, cristianismo, animismo, etc.) o corrientes de pensamiento? ¿Qué opinas?

(Puedes dejar tu opinión en la sección de comentarios que aparece a continuación de esta entrada)

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Publicado en El sentido de la vida, La muerte, Pensamiento Oriental, Reseñas de películas, Tolstoi, Unamuno

3 comentarios

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